Respirar es un tormento constante, los pulmones estallan, la tos no cesa tratando de expulsar cuerpos extraños introducidos con cada bocanada de aire pestilente.
La falta de oxigeno es angustiosa, el corazón se acelera al máximo y temo que en cualquier momento sufrir un infarto.
Mi compañero es mucho mas fuerte y acusa menos la extenuación que siento en mis músculos, no siento los pies, mis piernas rígidas como palos dudo que me sigan manteniendo por mucho tiempo.
Hemos salido del túnel hace unas horas y parece que lleváramos el día entero caminando.
El caos es si cabe mayor que ayer.
Ni se preocupan ya de apilar los cadáveres que proliferan por doquier.
Niños, mujeres y ancianos están diseminados por cualquier lugar, iban pertrechados con unas pocas pertenencias como si quisieran huir de sus casas.
Habrán salido de madrugada y no han podido andar más de un kilómetro o dos, derrumbándose exhaustos, tosiendo, vomitando, sangrando por narices y boca hasta que un ataque fulminante de corazón o un derrame cerebral acaba con sus vidas y su sufrimiento.
Acabaré igual que ellos, pienso, no puedo continuar más.
El aire es irrespirable y venenoso en grado sumo. Cuando joven fui un experto nadador que aguantaba horas en el agua haciendo largos de piscina o de playa una y otra vez.
Nunca he fumado, tampoco he padecido severos catarros, y quizás este sea el motivo de no haber sucumbido ya.
En cualquier momento estaré en el suelo, pienso, cuando de hecho he caído ya y no me he enterado.
Me ponen una boquilla en la boca y respiro, respiro, es una delicia el aire que llena mis pulmones. Estoy así un segundo aunque no creo tal cosa. Habrá sido un buen rato, me sacuden y abro los ojos.
En marcha, vamos, tenemos que seguir me dice una voz.
Me incorporo con ayuda y comienzo a caminar de nuevo. A mi lado sigue mi compañero que rápidamente está guardando algo en su macuto.
Es una mascarilla de oxígeno que me ha dado la vida.
Conviene que nadie la vea, menos aún los soldados, por lo que vamos caminando con sumo cuidado, escondiéndonos en el momento que escuchamos pisadas de grupo.
El silencio es opresivo. En una ciudad como Madrid el hecho de no escuchar nada, solo algún grito o de vez en cuando algún disparo, es aterrador.
Siempre deseé un poco de silencio, pero no esta calma, me eriza los cabellos presenciar que nada se mueve, nada se oye, se habla con voz queda, nuestras pisadas también son silenciosas debido a la capa de polvo, sangre y suciedad que cubre el asfalto o las aceras.
Se escucha el ruido de pesadas botas sobre el asfalto, de inmediato nos escondemos tras varios árboles caídos y observamos atentamente hacia el lugar del que proviene el ruido.
Se oyen juramentos y voces que acompañan a las pisadas.
Un grupo de soldados astrosos con los uniformes sucios y raídos aparece al frente doblando una calle.
Hablan, tosen, escupen quitándose las mascaras para hacerlo, portan pesados cuchillos en sus manos manchados todos ellos de sangre.
Han dado buena cuenta de los desprevenidos que se han aventurado en las calles tras el toque de queda.
El que parece ser el oficial habla por un teléfono móvil.
No puede ser, pienso, no funcionan los móviles, pero este es distinto y funciona.
Es indudable pues se dirige a algún superior recabando ordenes e informado de los incidentes nocturnos.
Cuando acaba suelta una blasfemia, manda formar a la tropa de unos quince y esbozando un grotesco paso marcial enfilan por otra calle a la derecha de donde nos encontramos.
Se alejan, vuelvo a tragar el asqueroso aire con alivio, seguimos nuestra penosa marcha.
Mi compañero me anima, me sujeta, no desea verme morir pues tendría que seguir su marcha hacia el norte solo, y no desea hacer tal cosa.
Conocidos de una sola noche y amigos ya para siempre unidos por la adversidad y el sufrimiento.
Andamos, tropezamos, sorteamos cuerpos y arboles putrefactos, seguimos caminando sin parar.
¿Cuanto tiempo?
Miles de horas, cientos, no, solo cinco o seis y nos falta mucho camino aún para llegar a casa.
gatufo
No hay comentarios:
Publicar un comentario